
Había una vez, a orillas del majestuoso lago de Atitlán, en el pueblo de Santiago Atitlán, una niña tz’utujil llamada Ixchel. Era una niña risueña, con ojos brillantes como el lago al amanecer y una voz dulce que sonaba como un pájaro cantando entre las montañas.
Cada mañana, Ixchel recorría las orillas del lago, vestida con su güipil blanco bordado con pajaritos de vivos colores y un corte rojo que resaltaba como la sangre de sus antepasados, símbolos de fuerza y belleza. Aunque era tímida, todos en el pueblo decían con admiración: “¡Ixchel es tan hermosa que ilumina el camino allá donde va!”
Un día, mientras recogía flores silvestres junto al lago, se encontró con una tortuguita que parecía triste. Ixchel se detuvo y le dijo con ternura: “No llores, pequeña amiga. Juntas podemos encontrar algo bello en este día gris.” Entonces, la niña recogió unas florecitas y las colocó suavemente sobre la caparazón de la tortuguita. La tortuga, sorprendentemente, esbozó una sonrisa y nadó alegremente hacia el agua.
Esa tarde, al caer el sol, todo el pueblo se reunió en la plaza principal para la feria. Las mujeres lucían sus coloridos huipiles y movimientos llenos de alegría, los hombres con sus trajes tradicionales y los niños corrían felices. Cuando Ixchel pasó por allí, alguien exclamó: “¿Viste cómo brilla cuando ríe?” Y todos estuvieron de acuerdo: la verdadera belleza de Ixchel no era solo su rostro, sino su corazón lleno de bondad.
Desde entonces, cada vez que alguien del pueblo veía una flor, una tortuga o una sonrisa, recordaba a Ixchel y comprendía que la belleza más grande nace cuando das alegría a otros.